Me he convertido en la muerte, destructora de mundos.
Sentada en el tren, abrillanta el cañón de su kalashnikov, deteniéndose a observar el reflejo distorsionado del rojo de sus labios.
Hilos de plata cruzan el espacio entre el infinito y sus dedos. Todos cumplen, todos resuelven, todos se pierden, caminan a ciegas por pantanos de incertidumbre, sienten el desgarro en las bifurcaciones, nostalgia por los futuros que no son, que son no aquí, no yo, que se alejan, que se dispersan, que tejen cárceles de ser en el absoluto de la ausencia. Temen al desorden. Temen al caos. Temen a las palabras sin sentido. Temen fluir. Temen derramarse. Se aferran a un camino, uno solo cada vez, se dividen, se ramifican, llenan el cielo como fuegos artificiales apagándose en minúsculas chispas de ardiente posibilidad. Y temen no saber llegar.
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