Sabemos lo mismo que ayer, que el año pasado, que hace veinte años. Milenios de obediencia, decepciones y mentiras. Multitudes boqueando como peces en la orilla. Multitudes asustadas porque la suerte es de prestado, porque todo lo que tienes puede serte arrebatado de la noche a la mañana. Y sin embargo mucha gente haciendo cosas. Cosas minúsculas y hermosas que construyen para ser barridas con una orden judicial, en un rugido de uniformes. Nuestro es el territorio de lo frágil. El de construir, sin esperanza, la esperanza. Vivimos una perpetua derrota cultural, los efectos de sumisiones milenarias, vivimos atrapados entre la mala conciencia y el martirio. Cómplices y víctimas.
Lo nuestro es vivir entre la obligación de no dejar a nadie atrás y la certeza de que el precio será alto. De que tu suerte, en este mundo de asesinos, fue robada. De que tus hermosas teorías, tu estrategia a largo plazo, tu relato, no valen para nada si no huelen, si no duelen, si no se manchan. De que la única forma de oponerse a las noticias falsas, son los hechos ciertos. De que te toca perder, da igual como te pongas. Nuestro único futuro es renunciar al futuro. El único enfoque global está en la piel de al lado. Esto va (como siempre ha sido) de carne contra números. De gritos contra números. De dolores contra números. De no dejarse la salud en juegos de carta marcados. De tejer belleza frágil. De la que hiere. De la que te puede costar la suerte. De la que puedan aprender tus hijos.
Vengo del siglo que acabó con una decepción y dos mentiras. Vivo en una fantasía democrática, en una casa embrujada donde nadie ve a los muertos. Un jardín vallado donde la música oculta los disparos, fértil y abonado, como una fosa común. Una rave donde los focos surgen de la torreta de las ametralladoras. Un club de lectura, una asociación de juegos de mesa, una tacita de café, un mercado de beneficencia. Una charca de pirañas de colores. Una galería de héroes disecados. La promesa de un asalto. No tengo esperanza ni futuro. No tengo cielo que asaltar. No tengo dios ni credo. No tengo apenas belleza para dar. No tengo más que ojos, y el compromiso de mirar. No traigo lecciones ni teorías. Ojalá el eco de todos los gritos que hemos sido. Ojalá solo uno más, repitiendo los susurros de las sombras del jardín.
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