lunes, 17 de abril de 2023

 Hay ojos con muros adentro, casas adentro, jardines dejados de la mano de dios en los cuales, sin embargo, no proliferan ni la hierba ni los espíritus. Hay muros vacíos, cáscaras, máscaras, escombros unidos apenas por una voluntad de fantasma, de aparecido, de inercia existencial. Hay casas con ojos adentro, contando grietas por donde la luz entra ya no como esperanza, sino como una condena. La del barco que se hunde, la cáscara anegada con cada vez más vías de agua. Hay casas que son así. Que se alzan apenas con la sensación de que todo lo que parece sólido a su alrededor es un hechizo, una ilusión, una mirada vivaz pintada en la superficie de los párpados cerrados. Hay barrios enteros que son así. Ciudades así. Edades así.

Aquella ciudad era así. Cubículos de ladrillo frágil y calles sin asfaltar. Una estación abandonada, trenes en vía muerta, un secarral ventoso y porterías para el fútbol. Aquella gente era así. Hordas espectrales con muros agrietados, vías de opiáceos y alcohol, ojos con casas adentro, fábricas cerradas, niños en los laberintos, monstruos devorados, veranos hostiles, fogatas para muertos.

Crecer en un encierro que solo se manifiesta cuando se intenta abandonarlo. Balas de francotiradores que te alcanzan en mitad de la vereda, y quedas allí, estático y extático, escombro, escarnio, subproducto. Crecer en una cárcel de mil sueños. En una casa llena de niños rabiosos que derriban las paredes y se bañan en estanques de residuos industriales. Crecer como residuos industriales, en la justicia imposible, en la música del minotauro, en el aullido del estómago y los ojos donde no crecen hierba ni fantasmas, la soga al cuello, el alambre, el cordón umbilical, es deseo de ser fuego, gotas de agua, polvo blanco, una cuchara.


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